En las casas de antes
había un cuarto oscuro,
baldosas como para jugar a la rayuela
paredes irregulares
anteriores incluso al papel pintado
y una cortina roja de terciopelo.
La cortina, seguro, se recogía a los lados del pasillo
era como la puerta a otro mundo, con un fleco redondo de color vino.
Las casas de antes tenían grandes armarios
donde era posible, cuando chicos, entrar por una puerta y salir por la otra,
jugar al escondite entre olores de alcanfor.
Las casas de antes tenían poyo y macetas
y seguramente un jilguero
o un periquito que decía: Pilar, a misa, a misa, a misa.
En las casas de antes había caramelos escondidos,
un perchero de madera con una efigie en relieve, muchas nostalgias.
Ustedes, seguro, habrán adivinado
que las casas de antes, de antiguo,
son solamente una casa,
una casa que yo he conocido de pequeño.
La niebla del recuerdo o del olvido
dibuja en mis sueños las puertas,
los corredores sin fin, los candelabros de bronce,
las alfombras. Ahora soy mayor, tengo otra casa
una casa en un pueblo con un cuarto de las ratas (un cuarto sin ratas, todo hay que decirlo)
una casa que es de ahora pero un poco de antes con su espejo
con esa niebla extraña de los espejos antiguos.
Es, seguramente, otra forma del recuerdo,
un espejo bajo la escalera reflejando el cuarto de las ratas,
los paneles de plástico, las vigas carcomidas, la humedad,
y, sobre todo, las familiares telarañas.
Una casa y un cuarto que no son los de mi infancia,
aunque mi casa de ahora es una casa de antes
un recuerdo extraviado, un futuro borroso
un lugar donde vivir.